La diversa fauna del presente
Hay una flaca que parla estructuralismo o pretende hacerlo, creo que solo sabe un poco de Michel Foucault, pero va con eso por el mundo. Yo estoy tomándome una gaseosa tibia, sentado en una plaza que hace las veces de selva. Y hoy la selva se despliega ante mí con su fauna total, mostrándome quien se come a quien, aunque si lo pienso bien esto es una selva que se autodepreda, donde sus habitantes animales se comen a sí mismos.
La flaca fucoltiana dramatiza y
expone una cantidad de micropoderes, de micromachismos, de dispositivos de micro
vigilancia y encaja su marco teórico en cada aspecto de la vida cotidiana. Los jóvenes
veinteañeros, estudiantes en su mayoría, que la rodean en círculo escuchan entusiasmados
su perorata académica. Algunos ni siquiera escuchan, solo la miran fascinados,
hechizados por su carisma y tal vez también por la tersura de su piel blanca y
cuidada.
Hay un chico no tan chico, que me
llama la atención, debe pasar los 30 años. Está con la flaca, tiene un termo en
una mano y un gran mate en la otra. Parece que fumó marihuana hace un ratito
nomas, se le puede sentir el olor a porro y a revolución bolchevique desde acá
donde estoy yo, a unos treinta metros. Estoy seguro que milita en algún partido
de izquierda, que sabe mucho porque ha leído mucho, que a pesar de su aspecto
de vagancia es un laburante, pero ante mí y ante todos es simplemente alguien
que encaja en un estereotipo determinado.
Y a mí, todos me parecen
fantasmas, seres espectrales que deambulan la ciudad balbuceando ideologías
tontas, creyendo que con palabras se cambia el mundo.
Y el capitalismo sigue, no le
pasa nada, simplemente absorbe todo, nos engulle vorazmente o de a poquito,
pero nos engulle al fin. Por eso mismo el sistema ahora es una gran masa amorfa
que se adapta a nosotros y aunque gritemos a los cuatro vientos que el sistema
es malo, horrible, injusto e insostenible, a él no le importa, pues se alimenta
también de esos gritos rebeldes, de tus provocaciones ingenuas, de tus estéticas
pancartas de niño progre bien alimentado y convierte todo en una sola mercancía
o en muchas y diversas mercancías y las exhibe en las vidrieras del shopping
mundial en el que después todos compramos.
Y ahí estoy, y en la textura del
aire me refugio, una brisa cálida de un día primaveral me acaricia la cara,
cierro los ojos, quiero despertar de este sueño, pero los abro y no es un
sueño, es la triste y vulgar realidad, la misma vida estúpida de siempre con
sus habitantes zombis deambulando idiotamente por el asfalto tibio, casi sin
vida, son como los virus, casi sin vida, y se mueven infectándolo todo.
Me levanto y abandono el
espectáculo, me dispongo a cruzar la calle por la senda peatonal, esperando que
el semáforo me dé el ok para avanzar. Una Dodge Ram me toca la bocina, alguien
en el interior del vehículo me reconoce y entonces veo que bajan el vidrio y me
insultan “Eh petiso maricón, mira vos che, estás cada día más petiso y más
maricón”. No reconozco a ese señor de barba y anteojos oscuros que me putea tan
enérgicamente, pero intuyo que él si me conoce y le suelto una mueca falsa
mientras intento recordar. Cuando la camioneta estaciona unos metros más allá
luego de pasar el semáforo, observo que este señor viene hacia mí. Tiene
aproximadamente 35 años, aunque aparenta tener mucho más, es de contextura
mediana, tiene algo de panza, es morrudito se podría decir. Cuando llega hasta
mí me abraza fuerte, me mantiene presionado a su cuerpo unos segundos y después
me agarra la cara con los dos manos y me inspecciona detenidamente siempre con
una sonrisa grande en su rostro, su aliento a tabaco me genera una actitud de
rechazo, me inclino hacia atrás, el tipo percibe mi reacción y me suelta, pero
sin dejar de reír siempre con carcajadas histriónicas y fuertes. El tipo me da
una palmada fuerte en el hombro y me dice «cómo no te vas a acordar de mi
pedazo de boludo, soy santi, el santi de la primaria». Mi mente escarba en el
pasado y se detiene en el año 1999, estoy en séptimo grado y santi es mi
compañero de banco, pero solo por ese día, es decir, yo me sentaba con Jorgito,
Jorgito era mi compañero de banco durante todo ese año y durante todo el
anterior. Ese tal Santi es un compañero de banco casual, debe haber faltado
Jorgito y por alguna razón me senté con Santi o mejor dicho Santi se acercó y
se sentó conmigo. No recuerdo los detalles, pero entiendo porque me cae mal
este Santi de 35 años y porque también me caía mal ese Santi de 12 años. Tenía
y tiene todo lo que tienen los extrovertidos pesados: te hablan de sus vidas
detalladamente, como si a vos te interesara todo lo que les pasa, suelen dar
demasiada información, no importa si te conocen mucho o poco, su apertura, su
confianza y su seguridad los hace hablar demás, incluso dan detalles íntimos de
sus relaciones personales, son máquinas hablantes que adoran estar en compañía,
en realidad lo necesitan, su química interna necesita del combustible de la
atención de otro, parecen no estresarse nunca, son inagotables e hiperactivos. Y
la verdad yo soy todo lo contrario. La vida social me estresa, no puedo
socializar por mucho tiempo, me agoto mentalmente y quiero irme a mi casa
porque mi química interna funciona mejor en ambientes tranquilos.
Así que ahí estoy, con el santi
adulto, que en dos minutos ya me contó que tenía tres hijos, una nena y dos
varoncitos, que su esposa era Micaela, La Mica, la que se sentaba al frente con
Luciana, La Luci. Que él ahora trabajaba en el petróleo y que «mirá la máquina
que me compré» refiriéndose a la Dodge Ram y que un día de estos teníamos que
hacer algo juntos y qué si tengo familia que la lleve qué no importa que él
paga todo, que no me preocupe, porque trabaja en el petróleo y está ganando re
bien y es la tercera o cuarta vez que lo repite y yo solo quiero salir
corriendo, llegar a mi casa, poner la pava y tomarme unos mates en silencio.
Finalmente logro desatarme de
Santi, que me tiene atado a él por veinte minutos más o menos hasta que se da
cuenta que ya ni le presto atención y le pongo cara de hartazgo y a mí la cara
de hartazgo se me nota demasiado. Así que se despide con la misma intensidad con
la que me saludó al principio y se retira en su enorme maquina americana.
Llego a mi casa, prendo la tele y
en un magazine de la tarde del canal estatal hay una rubia hablando de vibras
altas, de energías cósmicas, de trascendencia y no sé qué más. Pero la cosa no
se detiene ahí, la rubia tiene además una teoría del amor, y entonces la rubia
dice:
El capitalismo ha convertido el amor en una cosa vendible, consumible y
cursi. La teoría lo ha interpretado y sobre analizado, el amor es un discurso
que se desarma aplicando más discurso, un lenguaje sobre lenguaje. El Amor es
Roma al revés, una invención romántica y lúdica.
Pero si nos alejamos de los lugares comunes, del cliché y la cursilería
comercial que sirve para vender flores y bombones, nos podemos encontrar con el
sentimiento real, lo auténtico del amor. Un apego hechizante que sucede con más
frecuencia cuando sos joven. Pareciera que la chispa que prende fuego el amor
es más eficaz en la adolescencia. De grande se nos apagan las ganas, la
capacidad de asombro y de sentirse embrujado por algún otro disminuyen
drásticamente. Pero claro, podemos entrenar el amor, como casi cualquier cosa
lo podemos domesticar. Y si quieren vamos ya mismo a los diez puntos que
mantienen con vida el amor…
Lo peor es que hasta parece
inteligente, habla con la fluidez adecuada para la televisión, no usa demasiado
los silencios, todo es dinámica, una excelente performance del habla. Pero
inevitablemente y a pesar de que manifestaba en un principio ir en contra del
discurso comercial y banal del amor, incurre de inmediato en una serie de clichés
y estereotipos de lo más básico.
Y entonces, ahí mismo, cambio de
canal. Practico el zapping un rato, nada atrapa mi atención. Agarro el teléfono
y husmeo en mis redes sociales, lo hago de manera inercial, el dedo pulgar que
se desliza por la pantalla ya es un puro automatismo idiota, cotidiano y
mecánico. No encuentro nada interesante, pero igual estoy 20 minutos embobado,
ido del mundo, cooptado por ese no sé qué de las pantallas. Me desprendo del
aparato hipnótico, arrojo el teléfono sobre la mesita de vidrio, casi con un
gesto de fastidio, pero igual con el cuidado necesario para no romperlo. Me
digo a mi mismo, otra vez intentando una reflexión, porque siempre estoy en
esa, intentando una reflexión y teorizando pretensiosamente, tal vez por eso la
vida se me escapa, me digo a mi mismo entonces que somos bichitos atraídos por
la luz digital de la tecnología, me digo que soy un imbécil como todos, me digo
que soy un imbécil como todos pero no tanto como para no darme cuenta de mi
propia imbecilidad y que bueno, por lo menos yo si me doy cuenta y eso ya me
hace diferente al resto que aún no lo sabe, es decir, soy distinto al resto que
aún no se percibe imbécil o bichito de luz idiotizado por la luz de las
pantallas.
Sobre la mesita de vidrio que
tengo frente al sillón hay una pila de libros, entre ellos algunos autores que
he leído mucho, muchísimo, hasta el aparente hartazgo, aunque no hay tal
hartazgo porque en realidad vuelvo a ellos todo el tiempo como vuelvo a las
canciones que me gustan.
Y entonces otra vez teorizo
idiotamente y me digo ahora que tan distinto no soy de la rubia de la tele que
teoriza sobre el amor, que al fin y al cabo soy igual de nabo. Pero igual la
reflexión teórica aparece en mi cabeza. Y esta vez la indagación se me torna
poética, o por lo menos tiene un ritmo, me digo o en todo caso mi cabeza dice:
Quisiera moverme estéticamente por el mundo, cómo si mi cuerpo fuese
una sintaxis atractiva, una prosa saeriana, un tejemaneje borgeano del universo
o una intensidad pizarnikiana. Pero soy vano, feo e insulso, nada hay de
interesante en mí, lo bello se me resiste, se me niega. No puedo pintar un
cuadro hermoso, no puedo escribir un poema verdadero. Siempre tiendo al
artificio y me rodean contextos repelentes a la belleza. Sumado a eso, hay
además una carencia de ideales, de sueños y utopías. Vivo en el infierno de una
repetición cotidiana. Porque si hay un infierno es ese, el de la repetición. El
fuego de la rutina me quema sin matarme, algo que sería ideal. Morir ardiendo,
pero ni siquiera eso. Mi alma duerme la siesta y la felicidad para mi es una
palabra-cosa extranjera.
Me levanto del sillón y voy a la
heladera, otra vez de manera inercial, otra vez un puro automatismo. La puerta
de la heladera ya fue abierta varias veces en un lapso de 15 minutos, no sé qué
quiero encontrar ahí. La ansiedad se encuentra con la repetición, la repetición
es un eterno retorno cotidiano, el eterno retorno es aburrido. Me adelanto en
el tiempo, mi maquina mental viaja unas horas hacia el futuro, hacia la noche.
Y es que pienso en la cena. Me digo que quiero comer algo rico, pero no sé qué a
que me refiero con ese «algo rico». Es un «algo rico» que no tiene forma, es
decir, no pienso en una comida en particular, no visualizo una milanesa o una
ensalada con palta y tomates, es un algo rico abstracto. Como sea, busco mi
billetera y salgo a comprar algo rico, pero mi destino no es un lindo lugar para
comer, voy a la despensa del barrio que queda a dos cuadras de mi casa y en el
camino pienso en eso abstracto que no tiene nombre pero que se anticipa como
«algo rico». Hago la primera cuadra y en la esquina donde siempre están los
mismos tipos tomando vino o cerveza me encuentro al Checho, que está
desparramado en el suelo y parece muerto. Me paro frente al checho y le busco
la cara, le silbo bajito, investigo si respira, observo su panza y su pecho y
veo que se infla y se desinfla. Checho respira, no está muerto, todavía no. Es
muy temprano para estar muerto, Checho solamente duerme, checho está en
situación de borrachera. El tufo a vino tinto barato le pone atmosfera a la
atmosfera, le aporta drama y decadencia al drama y a la decadencia, es decir,
no le suma nada ni le resta nada al mundo, solo describe mejor la vida y sus
olores.
Le doy una patadita al
Checho…bah, en realidad lo aplasto un poquito poniéndole el pie en el hombro y
ejerciendo cierta presión lo sacudo. Checho se despierta bruscamente y se
sienta apoyando su espalda contra el paredón, porque hay un paredón y tiene un
grafiti que dice «aguante el barrio, la vida y el porro» y un montón de
nombres, de apodos, de gente que se quiere o se quiso adentro de un corazón y también
muchos dibujitos de pija.
La cabeza pensante, del monito inquietante
y estúpido que soy, otra vez se me activa y se me pone a divagar internamente:
A veces caemos al abismo porque, contrariamente a ciertos bichitos, nos
atrae la oscuridad y no la luz. ¿Será que la tristeza también es una adicción,
una droga atractiva y adictiva?
Acaso nos gusta el dolor, acaso hay un placer en el llorar y el
padecer. ¿Será que la felicidad es aburrida?
El morocho Checho me pone la cara
de malo, que es la única que tiene y me dice «y qué, si igual nos vamos a cagar muriendo» y le pega un trago al
vino tibio que misteriosamente hace aparecer, aprieta la cajita para que el
poco contenido líquido salga proyectado en un chorro a presión hacia su boca.
Me da risa lo que dice y le suelto una carcajada en un gesto, tal vez
exagerado, de aprobación y de empatía, como queriendo decirle «tenes razón checho, hagamos lo que hagamos nos
vamos a cagar muriendo igual». Le doy la mano y le digo «bueno checho, nos vemos, voy a comprar algo para echarle al diente» y
me voy.
Vuelvo a mi casa y lo que se
anunciaba como «algo rico» no pudo ser, vuelvo con 200 gramos de mortadela, 200
de queso y un sobrecito de mayonesa. Una golosina salada y procesada que
mastico con voracidad, rápidamente me empalago después de dos sanguches con
exceso de mayonesa. Me tomo dos vasos de un jugo dulce y artificial que preparo
en una jarra de plástico y en el mientras tanto o al mismo tiempo, no lo sé, se
me aparece un pensamiento en forma de voz y me digo Respirar no es vivir, la vida te tiene que ahogar.
Siento que la existencia me
angustia y me aburre. Y pienso entonces que, de la no existencia, en cambio, no
tengo noticias y me digo «punto para la
no existencia». Voy a mi pieza, abro entonces el cajón de abajo y lo saco, está
viejo y un poco oxidado, siento el peso del 38 cargado en la mano y me digo: Creo que hoy va a pasar, hoy sí me pego el
corchazo.
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