La experiencia sensible (El pibe hongo)
La gente se droga para ampliar la experiencia sensible o para no sentir nada, lo cual no es lo mismo que anular toda sensibilidad, pues sentir nada es también sentir demasiado. Roberto quiso ampliar la experiencia sensible y comió unos hongos raros que nunca había probado. Fueron un regalo de Diego, amigo que siempre tenía productos nuevos para justamente intentar eso, “ampliar la experiencia sensible”. La frase la decía literal y después le iba agregando cosas: “Hay que ampliar la experiencia sensible Robertito, la vida es una sola y hay que dársela en la pera”. “Hay que ampliar la experiencia sensible, Robert, el mundo es una mierda llena de políticos que nos cagan, nos roban y se cogen nuestras mujeres”. Eso ultimo formaba parte de una verdad concreta de su vida personal, su esposa de 10 años de matrimonio lo había dejado por un concejal de la ciudad.
La cuestión es que Roberto se mandó los hongos y a los 2
minutos ya tenía personalidad de árbol. Pero efectivamente una personalidad de
árbol, mejor dicho, se transformó en un árbol y empezó a sentir en
consecuencia, es decir, le sucedió, Roberto amplió su experiencia sensible.
Sintió la necesidad urgente de alimentarse del sol y de que sus raíces se
desparramen rizomaticamente por la tierra. Y que la lluvia empape su follaje
verde en primavera y el viento lo obligue a bailar y que las aves le silben
canciones en lenguaje pajarito mientras sus patitas se aferran a sus ramas y
que todo junto le produzca un cosquilleo agradable en su sistema nervioso
troncal.
Un hermoso existir vegetal se apropió de su cuerpo y de su
mente, nunca sintió tanto placer. Su nueva vida se trataba de una relajada
calma verde.
Pero así como no todo es color de rosas, tampoco todo es
color de árbol tranquilo, las cosas comienzan a complicarse y así como los
humanos tenemos problemas de humano los arboles tienen problemas de árboles.
Sintió el primer hachazo como un leve pinchazo, al segundo
ya le picaba como si fuese un piquete de mosquito y hasta sintió ganas de tener
nuevamente manos de humano para poder rascarse. El tercer hachazo y los
siguientes decantaron en un ardor que se transformó en dolor punzante y
posteriormente en agonía. A Roberto lo talaban, a hachazos limpios lo talaban.
Roberto comenzó a inclinarse levemente hacia un costado, por
primera vez tuvo noción de su pesado cuerpo, se sintió denso y mareado e
intentó sacudirse para despabilarse, pero sus ramas no respondían, todas sus
emociones pasaban a través de sus raíces y no podía manifestarlas a través de
un movimiento, lamentó entonces no poseer ya su antigua motricidad de humano. Y
todo era muy extraño para él, porque no entendía esa extrañeza y esa nostalgia
por una antigua condición humana y al mismo tiempo no recordaba porque ahora su
condición era la de ser un árbol. Es decir, Roberto entendía que él era un
árbol, pero no entendía por qué antes había sido un humano o al menos él sentía
tener un pasado humano a pesar de su presente arbóreo.
Y Roberto cayó, los quince metros de árbol que lo
constituían, contando tronco ramas y hojas, cayeron. Pronto comenzaron a
amputarle uno a uno sus… ¿podría decirse miembros? bueno digámoslo mejor como
se le dice y no humanicemos la cuestión, le cortaban las ramas, lo pelaban a
machetazos, a hachazos lo transformaban en un tronco largo.
Un tronco largo de quince metros que luego sería cortado a
los diez metros. Pues era eso lo que necesitaba este hombre hachador y
carpintero, un palo de madera más o menos uniforme que midiera diez metros y
sirviera como una viga de soporte principal que dividiría las dos aguas del
techo de la cabaña que estaba construyendo. Sobre este palo, sobre esta viga,
sobre Roberto, luego se apoyarían varios tirantes a los dos lados de la cabaña
para constituir así una estructura firme y eficaz que soportaría cualquier
material que se dispusiera por encima.
Tiempo después, ahora ya dentro de la casa, a unos tres
metros del suelo, Roberto se pasa los días observando, quieto y barnizado, los
pormenores de una pareja de cincuentones que junto con su perra llamada Pampa, llevan
una vida simple y rustica, él llegando después de su oficio de carpintero y
ella yendo y viniendo, llevando cajas de alimentos, de ropa, de mercadería
diversa, de la casa al pequeño almacén que tienen en lo que ellos llaman el
pueblo, que no es más que un paraje alejado sobre la ruta que bordea el bosque
en el que rudimentariamente viven.
Roberto sintió que le arrojaban agua en la cara y le
gritaban “¡despertate pelotudo!”. Logró despabilarse y lo primero que vio fue a
su amigo Diego, asustado pero drogado, doblemente asustado por tal condición.
—Tenemos que ir a Tailandia a buscar a nuestro hijo, el nene
que adoptamos ayer. ¿supongo que te acordás no? —
Roberto hizo memoria, o más bien se hizo cargo de tal
afirmación y comenzó a construir esa realidad en su cabeza:
de pronto estaba en un aeropuerto, tomado de la mano de
diego que le decía ”no te pongas nervioso, esto nos va a cambiar la vida,
acordáte lo que te digo, un nene es una bendición”.
Al llegar a Kuala Lumpur, capital de Malasia, Roberto se
sorprendió de lo moderna que era la ciudad y preguntó inmediatamente “¿acá vive
nuestro nene?”. Diego contestó que sí, pero que no era de la ciudad sino de las
afueras, de una zona rural, en los cultivos de arroz, que el niño estaba en la
capital debido a una enfermedad, en un hospital recuperándose. Los papeles de
adopción se firmarían ahí mismo y cuando le dieran el alta se lo llevarían de
inmediato.
Cuando llegaron al hospital y Roberto vio a su niño sintió
inmediatamente lo que significaba ser padre, el amor lo abarcó por completo,
fue golpeado por una ternura que nunca había sentido. Tomó al pequeño a upa y
lo acercó a su pecho en un gesto de protección y cariño, luego lo levantó con
sus dos brazos por encima de él y le decía cosas tiernas y amorosas y el bebé
sonreía, no se sabe si por el vértigo y las cosquillas que le provocaba tal
situación o por las palabras amorosas de Roberto. Pero que se quisieron desde
un principio eso si era un hecho concreto.
En el regreso, en el avión que se tomaron con destino a
Buenos Aires, Roberto se descompensó a mitad del viaje. Sintió primero una leve
cefalea, luego un cosquilleo en una pierna, después no sé acuerda más. Cuando
se despertó el niño ya no estaba, tampoco su amigo Diego, tampoco su cuerpo de
humano. Y es que sucedió de nuevo. Pero ésta vez Roberto no era un árbol,
Roberto ahora era un hongo.
Científicamente hablando, Roberto ahora es un Psilocybe
cubensis, conocido en Argentina como cucumelo, en España como gotzi o monguis, en
México como hongos de San Isidro o como teonanacatl que significa ‘carne de los
dioses’. Roberto reside ahora en algún lugar soleado de Centroamérica, rodeado
de estiércol de rumiantes, campanulado y orgulloso, pero no consciente del todo
de su nueva condición, la de hongo, siempre desorientado y confundido.
Roberto siente nuevamente que lo arrancan de la tierra. Lo
ponen en una canasta junto a otros de sus ahora hermanos hongos. Siente las
risas de los adolescentes traviesos y enérgicos. Siente el idioma español en
una de las jóvenes, el verdadero español, el español de España. A esta chica la
acompañan dos latinos, uno de risa finita y de acento español caribeño y otro
de voz hueca y rioplatense. Los tres jóvenes se suben a un jeep un poco
destartalado, pero mecánicamente funcional, y se dirigen por una calle de
tierra barrosa y accidentada. La canasta donde se aloja Roberto, el Roberto
hongo, se tambalea, su cuerpito hongo salta de un lado a otro y se choca con
sus campanulados hermanitos y uno de ellos grita “tengo miedo y frio”.
El jeep se detiene en un granero o algo parecido a un rancho
viejo, hay aves de corral por todos lados y algunas cabras curiosas que se
acercan. Los tres jóvenes entran al rancho y se tumban de espalda en el pajar.
La chica destapa una botella de vodka y le pega un trago largo, se arruga en un
gesto de quemazón de garganta, abre la boca y dice “¡Joder, mierda!”, los dos
chicos se ríen y uno de ellos se levanta y corre al vehículo a tomar la canasta
de hongos. Vuelcan el contenido en el suelo, hay 10 hongos allí, entre los
cuales se encuentra Roberto, que está lucido, pero también perdido,
desorientado, no entendiendo otra vez nada de lo que sucede.
La chica, quizá para impresionar o simplemente por ser la
más obstinada y corajuda, da un primer manotazo y se come un honguito a
mordiscos. —Muy rico— dice, aunque su amarga cara diga otra cosa. Los dos
chicos, toman un hongo cada uno, casi al mismo tiempo y lo mastican
groseramente, con la boca abierta, haciendo un ruido exagerado.
Se hace un silencio, que no es silencio en realidad, porque
afuera los animales cacarean, berrean, braman, cantan su cotidiano lenguaje
bestial. A los 5 minutos de la primera ingesta, la chica dice —Ésto no jala,
les dije que había que secarlos primero y que trajéramos más marihuana, fue una
pésima idea Gustavito.
El tal Gustavito mira al otro joven y éste otro acota:
—Es muy poca dosis,
manga de giles— y se zampa dos hongos más. Gustavito y la dama repiten el gesto
y se comen dos hongos cada uno y esperan ansiosos el resultado.
En ese instante una gallina aparece cacareando y el sonido
se amplifica y se distorsiona en el aire.
La joven señorita ya no se aguanta y manotea el ultimo
honguito de la canasta. Se trata de Roberto que estupefacto y aterrado observa
el espectáculo. Por supuesto, quiere gritar, quiere patalear y tirar manotazos
y escapar corriendo asustado. Por supuesto no puede, pues ya no pertenece al
género humano, ni siquiera pertenece al reino animal, él es ahora un integrante
del reino fungi, a punto de ser consumido por una joven española drogona.
De pronto otra gallina, de un color rojizo intenso, cacarea
fuerte mientras pone un huevo, el huevo es blanco, es demasiado blanco, de un
blanco algodonado que emula justamente la densidad y textura del algodón, pero
es compacto y firme. La gallina da un pequeño salto y queda suspendida por un
instante y luego da un aleteo rápido y sale volando en cámara lenta.
La joven española se da cuenta que está empezando a
lloviznar y les grita a los dos chicos que todavía están atrapados en el
espectáculo gallinezco:
—Arriba gilipollas,
vamos a la lluvia!
Los chicos se despabilan, corren hacia afuera y se unen a
una danza circular y delirante que la española comienza bajo la lluvia. Estiran
los brazos y abren la boca queriendo atrapar las finísimas gotas. La lluvia los
empapa rápidamente, la lluvia los abraza y los cobija, la lluvia los une, la
lluvia los junta, la lluvia desintegra sus partes individuales y las mezcla
para crear un solo conjunto, una misma sustancia, ya no son dos chicos y una
chica, ahora son los tres una misma cosa. Fatigados por la danza, se tumban en
el suelo fangoso, boca arriba los tres gozan bajo la tupida lluvia. Nunca en su
vida sintieron tanto goce visual, alucinados miran como las nubes se descargan,
como el agua limpia y purifica sus caras, cada sensación se intensifica, la
lluvia es helada, pero ellos no tienen frio, se empapan de una felicidad cálida,
la realidad es placentera y abundante.
Roberto ahora es pura química accionando enzimas, creando
impulsos, placeres y visiones en el cuerpecito de una chica. Roberto fluye por
la serpenteante sangre y activa secretas secreciones especificas en determinadas
glándulas y provoca puntuales experiencias sensoriales, Roberto es un pequeño
Dios activando mundos visuales.
La experiencia se prolonga por tres horas, el cielo se
despeja, las ranas o sapos croan de manera intensa aprovechando la bendición de
la lluvia para ejecutar su ritual reproductivo en los charcos. Y todo es
música, esa forma rara y estética del tiempo. Un vientecito mueve la hierba
mojada, se siente como susurra húmeda la tierra y como las raíces de nuevas
semillas se ramifican por el campo, las flores silvestres estallan en olores y
colores y todo huele a menta. Los chicos se despabilan, se frotan los ojos y
bostezan, se sientan en el pasto y se van parando uno a uno, algo tambaleantes,
pero sin secuelas a la vista, casi sin hablar juntan sus cosas y se suben al
auto. Roberto ya no existe, en algún momento del proceso se quemó.
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