Los abismos de Raúl

“Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo.
Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”

Friedrich Nietzsche

Cuando pienso en mis noches, en tantas soledades y tantos suplicios en esas soledades,
sueño con partir, abandonando los caminos trillados. 
Pero, ¿adónde ir? Hay fuera de nosotros abismos comparables a los del alma”. 

Emil Cioran


Un proceso involutivo desconocido un día lo dejó sin empatía. Comenzó a no ponerse más en los zapatos del otro. Tanto así que al mendigo que antes le dejaba monedas, e incluso algún ocasional billete, ahora directamente agachándose, mirándolo a la cara y soltándole una carcajada hiriente, lo escupía. Su madre descubrió su carencia en el desayuno, pues después de probar la habitual tostada con manteca y miel que siempre había amado y que amable y dulcemente preparaba doña Josefa, la devolvía sobre la mesa en un bolo alimenticio negruzco y graso, añadiendo la grosería bien argenta “¡qué poronga ésta mierda!”.

Al salir de casa esa mañana esquivó, repulsivo y malhumorado, a la joven que le alcanzaba un folleto que reclamaba “trabajo digno y vivienda”.

Luego, quiso detener al colectivo en una parada no habilitada, el chofer lo ignoró y se detuvo donde debía hacerlo, a unos 50 metros, donde estaba la correspondiente garita y un grupo de gente esperando ansiosa su llegada. Corriendo y colándose entre la gente, a los empujones y a las puteadas, Raul subió y le clavó su mirada rabiosa al colectivero.

—¿Por qué no paraste antes, forro de mierda? ¿qué no ves que voy tarde? —

—Es una parada no habilitada flaco, para eso está la garita, no puedo parar antes—

—Pero chúpame la pija, negro de mierda, si te voy a pagar el boleto puedo subirme y bajarme donde se me cante el quinto forro de las pelotas, quién te crees que sos salame, mediopelo, mediocre de mierda, como se nota que a cualquier pelotudo le dan la licencia de chofer, sabes qué, ahora no te pago una mierda y me llevás igual—

Raúl caminó entre la gente rumbo a la parte trasera del colectivo, caminaba firme agarrado a la barra superior, casi colgando, pues Raúl es petisito, muy enojado, casi escupiendo puteadas, literalmente escupiendo puteadas, balbuceantes, inentendibles, entre dientes, salpicando saliva. Con su cuerpo flaco, pechando al que se le ponía por delante, con cara de ningún amigo, se acomodó paradito al lado de la puerta, sosteniendo la barra vertical donde se ubica el timbre. Ningún pasajero chistó, o si alguno lo hizo lo hizo murmurando. El chofer siguió su marcha también sin chistar, como si nada hubiera sucedido. El ritmo habitual de las cosas se acomodó también como si nada hubiera sucedido, al fin y al cabo, qué le puede hacer un viejo choto y enojado a la rutina diaria de la vida, al tiempo y al universo todo, que como sabemos es infinito e indiferente. La gente bajaba del colectivo, la gente subía del colectivo, las señoras hablaban, los señores charlaban, los niños y los adolescentes que también son niños se reían a carcajadas mientras chusmeaban algo en su teléfono o escuchaban música, conectados a otro mundo, pero muy presentes en éste.

Raúl tocó el timbre a mitad de la avenida, el chofer lo miró por el espejo, por su espejo, pero a través del otro espejo, el que está ubicado justo atrás de la barra donde está el timbre, pues es ese el que refleja a la persona que toca el timbre y que ansía bajarse en una determinada parada, que en este caso es Raúl. La puerta trasera se abre chirriante, quejosa, y entonces antes de que Raúl bajé se escucha una frase del chofer, pronunciada bien fuerte para que atraviese todo el colectivo y llegue a oídos de Raúl:

—Qué tenga buen día señor, no me debe nada—

 

Cualquier tristeza, de las más tenue a la más intensa, es mejor que una neutralidad en la sensibilidad, que una indiferencia en lo sentimental. Y Raúl no estaba triste, o si en tal caso tenía algún tipo de tristeza era una tristeza sin libertad, una tristeza rea, una tristeza presa en el cuerpo de un cuarentón. Y Raúl tampoco era feliz, eso estaba más claro, era lo más visible dado su evidente y manifiesto enojo. Ahora la pregunta es, en qué estado se encontraba Raúl si no estaba ni triste ni estaba feliz. Cualquiera sea la respuesta, lo cierto es que Raúl luego de bajarse de ese bondi, caminó por la vereda fría y transitada, fría por la temperatura fría de la muchedumbre apresurada y fría, que casi no mira más que al frente y esquiva cuerpos y fría del que está demasiado atento a su camino, de regreso o de ida, a algún lugar aleatorio en la azarosa pero aparente y justificada vida en sociedad. Y Raúl va justamente chocando cuerpos, no esquivándolos, directamente chocándolos, no por voluntad propia sino por la voluntad del otro que ocupa ese mismo espacio de lugar y tiempo y no tiene el decoro de esquivarlo, ya que él, Raúl, se siente tan solo y por eso tan dueño del mundo, del espacio y del tiempo, que camina derecho y firme y choca los cuerpos que más que cuerpos son personas, personas que al sentirse avasalladas por un hombre cuarentón, indiferente y dueño del mundo, lo putea, le grita o lo empuja, sin provocar en Raúl ningún tipo de reacción esta vez. Al parecer él solo quiere avanzar por la vereda y por el mundo y llegar hasta su casa y tal vez tirarse al sillón, prender la tele, mirar algún programa cualquiera, de periodistas cualquiera discutiendo cualquier cosa, pues a él no le importa si en la tele discuten sobre relatividad general, sobre política internacional, sobre la guerra o la paz o sobre por qué se están acabando los laterales con proyección en el futbol argentino y por qué Brasil, en cambio, tiene tantos. Raúl solo quiere escuchar y ver un fondo ruidoso que hable implacable y continuo y que como una música caótica tape las voces que en su mente resuenan, ellas si, justificadas, claras, precisas, enfáticas, declamatorias, inculpatorias, sentenciosas y humillantes.

Si retrocediéramos unos 34 años, nos encontraríamos con un Raúl de 6 años, un niño de estatura pequeña, cachetón, con el pelo desordenado, tímido, asustadizo. El guardapolvo súper blanco, súper planchado y súper nuevito le queda un poco grande, la mochila de Mickey, pesada para él, está llena de los útiles nuevos, que papá y mamá con mucho esfuerzo le compraron. Llegan a la escuela 10 minutos antes del timbre, Raúl todavía no entiende el porqué de un timbre en una escuela, de hecho, tampoco entiende cómo funciona una escuela. Tiene en su cabeza una idea vaga, pues mamá le explicó que a ese lugar se iba a estudiar, a aprender muchas cosas del mundo, que después servían para cuando se era grande.

Aferrado a la mano de su mamá, con un apretón firme que le da confianza y seguridad, va Raulito asustado pero curioso, observa todo como descubriendo un mundo nuevo, de hecho, está descubriendo un mundo nuevo. Niños corriendo, jugando a la mancha, gritando y riendo a carcajadas. Los hay de todas las edades, niños de 6 como él, los más alborotados, niños de 7 y de 8, ya un poco más ordenados, pero igual de gritones, niños de 9 y 10, los más grandes del turno tarde, que se creen los reyes de la escuela, que te pasan por al ladito y te dan un pechón, te empujan y se hacen los machos, incluso las niñas, a veces más creídas que los niños. Los grados del turno tarde son siete: 1º A y B, 2º A y B, 3º A y B y 4º B. Por alguna razón mandaron al 4º A a la mañana junto con los chicos más grandes de la escuela, junto a los respectivos 5º, 6º y 7º.

Entonces tenemos ésta historia, la historia del Raúl de los seis años, la historia de Raulito. Pero hay otras dos historias también que me gustaría contarles, una es la historia del Raúl adolescente y la otra la del Raúl adulto. La del Raúl adulto comencé contándoselas y derivé por dispersión y acto inconsciente a la historia del Raulito de seis años. De la que si aún no mencioné nada es de la historia del Raúl adolescente. Y ya que estamos vamos a contar esa: la historia del Raúl adolescente.

Es casi una regla universal, un códice o norma no escrito pero regido por la vida misma: cuando uno ingresa a la secundaria, a los 13 años la mayoría, ingresa también al mundo del tabaco y al mundo del disfrutar que te vean fumando tabaco, o sea, la mayoría comienza a fumar cigarrillos justamente a esa edad. Por supuesto la necesidad de pertenencia a un grupo, la de parecer más grande, la de romper reglas y tener la sensación de que vos movés el mundo, ayudan bastante. La adolescencia, como ya sabemos, es una etapa ilusa, boluda pero necesaria. La cuestión es que Raúl fumó su primer cigarrillo junto a Martin, tincho para todos.

Más adelante sería algún porrito junto al mismo tincho, luego, un par de años luego, cocaína y hasta poxirran en una bolsa. Pero esta no es la historia de los consumos problemáticos de Raúl. Es la historia de cómo un hombre accede al mal. Y el mal no son las drogas.

Cuando el Raúl de 13 años regresaba a casa luego de la jornada escolar y después de varias giras con tincho, encontraba a su papá viendo tele y a su mamá llorando en la habitación. No digo que esa fuera una escena diaria, pero sucedía con regularidad: su papa viendo tele y su mama llorando en la habitación con la puerta entreabierta. Raúl no preguntaba qué pasaba, tampoco quería saber, manoteaba una rebanada de pan casero, le ponía manteca, dulce o lo que hubiera en la heladera, se servía un vaso de chocolatada y se sumergía en su pieza.

Hasta acá todo muy película norteamericana de televisión por cable y llena de clichés, con el protagonista adolescente que hace cosas de adolescente, las cosas que se espera que haga un adolescente: fumar, drogarse, tener padres que se pelean y cosas de las que no se hablan.

La cuestión estaba en lo que Raúl hacía cuando entraba a su pieza y se encerraba en ella.

Literalmente se ausentaba. Primero se sentada al borde de su cama de una plaza, acercaba una mesita, ponía el vaso de chocolatada encima y le daba mordiscos grandes al pan, tragaba rápido y hambriento, luego se tomaba la chocolatada casi de un sorbo, luego respiraba hondo, soltaba el aire de un soplido y se iba. Pero no se iba de irse, o sea, de pararse de la cama, abrir la puerta e irse. Él se iba del mundo. Se ausentaba de la realidad. Desaparecía de esta dimensión. Los ojos se le ponían fijos, como mirando a la puerta, pero era mirando a la nada en realidad. Cada tanto movía la cabeza a un lado, luego hacia el otro lado, luego la volvía a dejar quieta. Y estoy hablando de horas. Desde las 18:30 de la tarde, cuando llegaba, hasta las 00:30.

Por supuesto nadie notaba esa actitud nunca, la mamá entraba a su cuarto como a las 2 de la mañana para corroborar que su hijo dormía, retirar el vaso y los restos de pan y luego lo despertaba a la mañana para desayunar como a las 9:30 o 10. Al papá directamente no lo veía más que cuando volvía de la escuela. El padre era guardia de seguridad en un supermercado, se levantaba antes que Raúl, como a las 6 de la mañana para entrar a las 7 y regresaba luego de diez horas de trabajo continuo.

Las ausencias de Raúl, llamémosla así de ahora en más, pronto dejarían ya de ser un secreto de habitación para pasar al ámbito público y social. Un día en la escuela, durante una clase de geografía, Raúl pidió permiso para ir al baño y tardó más de lo habitual. La clase siguió sin él hasta terminar, por supuesto el profesor notó la ausencia del alumno y al terminar quiso buscarlo, dio un par de vueltas por la extensa galería, llego hasta el baño de hombres, ingreso y dijo su nombre en voz alta, pero nadie contestó. Le comunicó al preceptor lo sucedido y se retiró molesto. El preceptor inicio su propia búsqueda, ingresó nuevamente al baño, grito su nombre también, pero nada. Preguntó en el aula a sus compañeros, pero nadie lo había visto, buscó en la cocina, nada. En el patio, en el gimnasio y finalmente en la biblioteca. Y ahí estaba. La bibliotecaria dijo que Raúl le pidió un libro para terminar un trabajo de literatura, que se lo busco específicamente, Cuentos fantásticos de Franz Kafka, que se lo dio y registro en la base de datos junto a los otros que sacaba semanalmente, que se sentó en una de las mesas desocupadas, en ese momento todas estaban desocupadas, cuestión que enfatizaba mucho más la extraña situación. Y es que Raúl estaba sentado bien recto, la columna derechita, las piernas bien juntitas una al lado de otra, el libro abierto por la mitad y él, Raúl, con la mirada fija, perdida en la pared blanca que daba frente a él.

La primera charla con el primer psicólogo que lo trató fue más a menos esta:

—Contame lo que te pasa Raúl, como vos puedas, como vos quieras, pero contame algo de vos y de lo que te pasa, ¿qué sentís? —

Lo que siento es el aburrimiento…y el aburrimiento genera huecos cada vez más huecos, los huecos son grises al principio, pero se van tornando negros luego, al final del día son pequeños abismos y yo me arrojo a todos ellos, en caída libre en todos y en cada uno de ellos. Así que la imagen es esa: muchos yo multiplicados cayendo en múltiples abismos negros.

También me sucede la mente…y la mente es un depósito de ruido y pensamientos desordenados. Una idea engendra un planeta desierto, ese planeta es árido, amarillento, seco, ventoso, estéril. Pero la idea se va poblando y el planeta cobra vida. De pronto hay una cordillera forrada de muchos verdes y algo de blanco en las cumbres, el planeta estalla en colores y diversidad de vida. Pero la mente, además de creadora, es también violenta y destructiva y todo lo que crea lo quiere violentar y romper. Y así como aparece un mundo de la nada así de la nada también desaparece y el pasado, el presente y el futuro de ese mundo dura lo que un reloj no puede medir.

Pero tengo un reloj extraño que mide otro tiempo, un reloj que no cuenta segundos, minutos y horas, es un aparato que trata de medir las eternidades. Puntos de luz y recuerdos que se escapan, se esconden, que transitan entre la nada y el algo.

Y en otra sesión con el mismo terapeuta Raúl comunicó lo siguiente:

En mi profundidad hay demasiado caos, pero en la superficie hay un orden rudimentario, sin criterio. Si voy hacia atrás todo es lamento, queja y autocritica. Si voy hacia delante y paso por encima de mi presente, hay una pared que impide viajar a cualquier futuro. Soy un ayer que no se puede pisar y un hoy decadente.

—¿Podrías contarme quién sos?

Las sombras todo lo cubren, la luz nunca estuvo interesada en mí. Duermo sobre tu cuerpo, provocando dolor y mal dormir, te beso la frente y los cachetes de la cara, soy un insomnio singular, uno solo para vos que hace muy bien su trabajo, que te estresa la mente y te pincha el alma. Soy una oscuridad chillona, que se ríe a gritos y zumba, no dejo de zumbar.

Soy un fantasma que está en el detalle, un demonio riguroso, el más sutil de los males que tu cuerpo habitará. Te haré doler el cuello, la cintura, las rodillas y los tobillos. Despertaras y te sentirás atropellado, contracturado y fracturado. Recordaras fragmentos de una pesadilla interminable, porque la pesadilla es infinita pero la manera de seguirte doliendo, es decir, de acceder a ella, es limitada y fragmentada.

Y finalmente, en una última sesión con el mismo terapeuta y antes de ser tratado por otros especialistas, Raúl dijo:

Encontrar la hermosa profundidad de alguien lleva mucho tiempo. Y como casi todos vamos por la vida a 180 kilómetros por hora no estamos dispuestos a esa trabajosa lentitud. El ser humano es un abismo oscuro y la vida en sociedad, las necesarias relaciones sociales, el trabajo y toda la teatralidad que implica estar en el mundo nos ilumina con una falsa luz. Enceguecidos, nos perdemos en esa luz y sorteamos la negrura. Pero hay maneras de acceder al abismo, al mío y al de otra gente, y a eso me dedico cuando me ausento, a visitar abismos.

Ayer estuve adentro de una mujer, accedí a su abismo por la tarde, me senté en mi cama luego de la escuela y simplemente dejé de pensar. Anulado el pensamiento, vino la quietud y la nada, un segundo más tarde escuché el zumbido, el llamado, me bastó inclinar la cabeza un poco para definitivamente meterme dentro. Y qué maravilla, siempre se siente igual, es una paz incomunicable. Luego viene lo mejor, la oscuridad propiamente dicha. Es dulce, adictiva y siempre queres más.

Acto continuo viene lo que yo llamaría EL SENTIMIENTO, por no poder llamarlo de otra manera lo he denominado así, una manera tonta pero accesible de expresar lo inexpresable.

Sentimiento de encontrar el absoluto, pero de no poder nombrarlo porque es incomunicable, porque no puede ser abarcado por el lenguaje. El lenguaje, ese instrumento vulgar y decadente que nos hace humanos.

Sentimiento de pequeñez, de insignificancia ante tan tamaña grandeza.

El absoluto atraviesa tus venas, tus arterias, te llega al corazón y al cerebro y una intensidad bloqueadora se apodera de tu cuerpo. Inmóvil ante el misterio revelado, esa es tu reacción.

Y es que tus ojos ya lo vieron todo, tus oídos todo lo oyeron, la lengua, la boca y las cuerdas vocales se anulan porque nada puede salir de allí luego de habitar un infinito, luego de habitar una vida, porque una vida es eso, un infinito, un absoluto.

Una vez dentro de una persona, pongamos por caso esta mujer, una vez dentro de su abismo y de su correspondiente absoluto, las cosas ya no pueden explicarse más.

 

Palabras más palabras menos, esto mismo que se transcribió arriba me lo contó a mí la primera vez que lo visité en el psiquiátrico, pero a la siguiente entrevista y ante mi pregunta de por qué se ausentaba de esa manera y si lo hacía como algo voluntario o si le sucedía sin poder controlarlo, me dijo:

Digámoslo así, simplemente me acostumbré. Hartado del espectáculo de mí mismo, he decidido sentarme a ver el espectáculo del otro. A veces se trata de una comedia, casi siempre es un drama, pero cada tanto viene una de terror. Es ahí donde me gusta meterme. Psicópatas, asesinos sin motivo, autodestructivos sin razón, seres hermosos e indiferentes a cualquier sentimiento humano. El animal salvaje y lleno de instinto que nunca debimos dejar de ser. Es decir, funcionar a base de violencia, sexo y hambre.

Una vez logré acceder al abismo de un asesino serial de niños. Literalmente no había nada en ese hombre, nada al menos reconocible como lo que llamamos bondad, amor, sensibilidad, empatía o cualquier otro rasgo que nos separa, supuestamente, de las bestias. Había matado, y aquí el verbo matar es un reduccionismo, a 2585 niños. Pero como digo, decir que los había matado es quedarse corto, pues los había degollado, destripado, cortado en partes, coleccionado sus cabezas, arrancado los ojos y enterrado sus cuerpos alrededor de su casa, formando con sus tumbas extraños círculos alrededor. Y a pesar de su prolífica obra que nunca se había detenido, porque continuaba en acción, nadie se había percatado de su abismo. Increíblemente para todo el mundo que lo conocía, él era una persona “normal”, solo yo conocía su secreto, solo yo conocía su abismo.

Como pueden observar, Raúl a veces era muy lúcido y explicativo (retorico, literario diría yo) con respecto a sus experiencias, pero también sucedía que muchas de las descripciones de esas experiencias se tornaban lúgubres, oscuras y ambiguas. A continuación, reproduzco algo de lo que logró comunicarme, por decirlo de alguna manera, ayer mismo durante su visita a la revisión física semanal. Siempre quiero estar durante esas revisiones, para observar algo que me ayude a comprender, pero están cada vez más estrictos, porque si bien Raúl nunca ejerció violencia contra nadie del personal médico, de igual manera le temen. Es algo así como un miedo a sus palabras, a lo que describe y a la manera en que lo hace:

La luz accede a lugares oscuros solo si hay intenciones de luz. Y aquellos abismos me llaman todo el tiempo, se los juro, puedo escuchar el llamado de su claridad, y es que la luz suena, sus ondas se propagan, hacen un ruidito y llegan hasta mí. De esa manera descubrí que el mal es de naturaleza humana, que el mal es también una música, aunque distinta, una música que anhela la luz, que envidia la luz, que siente impotencia de luz y que llora por esa luz.

Hace una semana digamos, para ponerle un tiempo humano al tiempo oscuro, me concentré en una luz débil, que sin embargo me llamaba con fuerza. Era un brillo distinto a los que siempre había experimentado. Cuando quise acercarme la débil luz me quemó. Sentí un ardor picante, punzante y enceguecedor, como si alguien te acercara el sol a la cara para que lo vieras directamente y al mismo tiempo te pincharan con agujas los ojos y te destruyeran las pupilas. Fue todo en el mismo acto, quedé ciego y accedí a la luz. La luz ahora no era débil, era, por el contrario, un absoluto y hermoso brillo. Y entonces simplemente lo vi todo. Absolutamente todo.

El cuerpo de un bebé carcomido, putrefacto, siendo devorado por moscas que se alimentaban y defecaban sobre él al mismo tiempo. El corazón de una mujer latiendo mientras flotaba en un rio de orina caustica. Dos ancianos tomados de la mano mientras saltaban a un foso lleno de espinosas rosas secas, para después ser sepultados con excremento caliente, fresco, recién depuesto. Las lágrimas de la madre del bebé putrefacto constituían la lluvia de este cielo, caían sobre mi cuerpo y sobre mi cara y su dolor y su angustia me deshacían la ropa.

Y yo estoy ahí, soy el centro asimilador de ese infinito infernal, infinito porque su maldad es ilimitada, infernal porque los horrores que contiene son los del infierno que alguna vez fue aludido, torpemente, por algunas escrituras aparentemente sagradas. Estoy ahí, con mi cuerpo aéreo y volátil, viendo con mi ceguera iluminadora, lo que ningún vidente humano vio jamás. Me siento un privilegiado y un desafortunado a la vez, porque yo no quería vislumbrar este infierno y dar testimonio de sus crueldades y horrores. Cada palabra que digo me daña, cada palabra que digo se queda corta, todas las palabras son inútiles, no sirven para describir lo indescriptible, no sirven para narrar lo inenarrable, todo esto es un relato balbuceante. Por todo eso prefiero el silencio, por todo eso son las ausencias. Ya no hay nada que explicar.

Recuerdo esto y me da un no sé qué, un temblorcito que me recoge turbiamente la espalda, luego se me viene a la cabeza el breve texto introductorio de un psicólogo muy particular de aquellos que conformaban el equipo que analizaba el caso de Raul, es más, conservo aun una copia del mismo que en realidad es una foto tomada a su cuaderno de apuntes y dice así:

«¿Cómo comunicar lo incomunicable, lo que está en un más allá del lenguaje, en un más allá del todo, en un más allá de la nada? ¿cómo hacer para perforar con el lenguaje el lugar del no lenguaje? Y es que cuando las palabras son inservibles, las acciones lo son todo. Y la acción más acertada en este caso fue la ausencia. Un irse súbitamente del mundo. Desaparecer, abandonar el sujeto, abandonar a dios, abandonar cualquier ética del bien y del mal y simplemente observar y hacer silencio, quedarse a vivir en el silencio.

Nuestra terapia habitual, en este caso y en todos los casos, es derrumbar esa fortaleza de silencio y construir en su lugar un rancho mugriento, para después inventar un sujeto harapiento, hecho de ficciones tontas y creencias ridículas y ponerlo a vivir ahí, para salvarlo de no sé qué. En otras palabras, se trata de obsequiarle al individuo unas cuantas palabras, hacer que esas palabras se junten y charlen entre ellas, darle herramientas para construir un mundo que lo saque del no mundo. De los abismos de Raúl nada podemos decir, salvo escuchar sus palabras y el mundo que con ellas ha inventado.»

Lo último que Raúl nos relató, porque en realidad para nosotros y los especialistas eran definitivamente eso, relatos, fue lo siguiente:

Un choque de fuerzas con igualdad de energías, el mal empujando para un lado, el bien empujando para el otro, por alguna razón misteriosa el equilibrio se mantiene por un tiempo, pero cada tanto el mal empuja más fuerte y el mundo tiende a lo oscuro, a la noche profunda, a lo maligno sin razón y un abismo se abre. Nace entonces una persona que parece un ser vivo más, pero que pronto se manifestará como lo que es: una entidad oscura, llena de energías sombrías, un alma helada incapaz de sentir calor, que se oculta en el cuerpo de un ser en apariencia normal y corriente. Las consecuencias son las de siempre: niños muertos, gente inocente masacrada, abusos aberrantes y dolor indescriptible.

El viernes 13 de febrero de 2026, la policía de investigaciones encontró en el sótano del hospital psiquiátrico, donde permanecía internado Raúl, 66 cuerpos en total, 33 mujeres y 33 varones, todos ellos relativamente jóvenes de entre 13 y 30 años.

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