Los abismos de Raúl
Un proceso involutivo desconocido
un día lo dejó sin empatía. Comenzó a no ponerse más en los zapatos del otro.
Tanto así que al mendigo que antes le dejaba monedas, e incluso algún ocasional
billete, ahora directamente agachándose, mirándolo a la cara y soltándole una
carcajada hiriente, lo escupía. Su madre descubrió su carencia en el desayuno,
pues después de probar la habitual tostada con manteca y miel que siempre había
amado y que amable y dulcemente preparaba doña Josefa, la devolvía sobre la
mesa en un bolo alimenticio negruzco y graso, añadiendo la grosería bien
argenta “¡qué poronga ésta mierda!”.
Al salir de casa esa mañana
esquivó, repulsivo y malhumorado, a la joven que le alcanzaba un folleto que
reclamaba “trabajo digno y vivienda”.
Luego, quiso detener al colectivo
en una parada no habilitada, el chofer lo ignoró y se detuvo donde debía
hacerlo, a unos 50 metros, donde estaba la correspondiente garita y un grupo de
gente esperando ansiosa su llegada. Corriendo y colándose entre la gente, a los
empujones y a las puteadas, Raul subió y le clavó su mirada rabiosa al
colectivero.
—¿Por qué no paraste antes, forro
de mierda? ¿qué no ves que voy tarde? —
—Es una parada no habilitada
flaco, para eso está la garita, no puedo parar antes—
—Pero chúpame la pija, negro de
mierda, si te voy a pagar el boleto puedo subirme y bajarme donde se me cante
el quinto forro de las pelotas, quién te crees que sos salame, mediopelo,
mediocre de mierda, como se nota que a cualquier pelotudo le dan la licencia de
chofer, sabes qué, ahora no te pago una mierda y me llevás igual—
Raúl caminó entre la gente rumbo
a la parte trasera del colectivo, caminaba firme agarrado a la barra superior,
casi colgando, pues Raúl es petisito, muy enojado, casi escupiendo puteadas,
literalmente escupiendo puteadas, balbuceantes, inentendibles, entre dientes,
salpicando saliva. Con su cuerpo flaco, pechando al que se le ponía por
delante, con cara de ningún amigo, se acomodó paradito al lado de la puerta,
sosteniendo la barra vertical donde se ubica el timbre. Ningún pasajero chistó,
o si alguno lo hizo lo hizo murmurando. El chofer siguió su marcha también sin
chistar, como si nada hubiera sucedido. El ritmo habitual de las cosas se
acomodó también como si nada hubiera sucedido, al fin y al cabo, qué le puede
hacer un viejo choto y enojado a la rutina diaria de la vida, al tiempo y al
universo todo, que como sabemos es infinito e indiferente. La gente bajaba del
colectivo, la gente subía del colectivo, las señoras hablaban, los señores
charlaban, los niños y los adolescentes que también son niños se reían a
carcajadas mientras chusmeaban algo en su teléfono o escuchaban música,
conectados a otro mundo, pero muy presentes en éste.
Raúl tocó el timbre a mitad de la
avenida, el chofer lo miró por el espejo, por su espejo, pero a través del otro
espejo, el que está ubicado justo atrás de la barra donde está el timbre, pues
es ese el que refleja a la persona que toca el timbre y que ansía bajarse en
una determinada parada, que en este caso es Raúl. La puerta trasera se abre
chirriante, quejosa, y entonces antes de que Raúl bajé se escucha una frase del
chofer, pronunciada bien fuerte para que atraviese todo el colectivo y llegue a
oídos de Raúl:
—Qué tenga buen día señor, no me
debe nada—
Cualquier tristeza, de las más
tenue a la más intensa, es mejor que una neutralidad en la sensibilidad, que
una indiferencia en lo sentimental. Y Raúl no estaba triste, o si en tal caso
tenía algún tipo de tristeza era una tristeza sin libertad, una tristeza rea, una
tristeza presa en el cuerpo de un cuarentón. Y Raúl tampoco era feliz, eso
estaba más claro, era lo más visible dado su evidente y manifiesto enojo. Ahora
la pregunta es, en qué estado se encontraba Raúl si no estaba ni triste ni
estaba feliz. Cualquiera sea la respuesta, lo cierto es que Raúl luego de
bajarse de ese bondi, caminó por la vereda fría y transitada, fría por la
temperatura fría de la muchedumbre apresurada y fría, que casi no mira más que
al frente y esquiva cuerpos y fría del que está demasiado atento a su camino,
de regreso o de ida, a algún lugar aleatorio en la azarosa pero aparente y
justificada vida en sociedad. Y Raúl va justamente chocando cuerpos, no
esquivándolos, directamente chocándolos, no por voluntad propia sino por la
voluntad del otro que ocupa ese mismo espacio de lugar y tiempo y no tiene el
decoro de esquivarlo, ya que él, Raúl, se siente tan solo y por eso tan dueño
del mundo, del espacio y del tiempo, que camina derecho y firme y choca los
cuerpos que más que cuerpos son personas, personas que al sentirse avasalladas
por un hombre cuarentón, indiferente y dueño del mundo, lo putea, le grita o lo
empuja, sin provocar en Raúl ningún tipo de reacción esta vez. Al parecer él solo
quiere avanzar por la vereda y por el mundo y llegar hasta su casa y tal vez
tirarse al sillón, prender la tele, mirar algún programa cualquiera, de
periodistas cualquiera discutiendo cualquier cosa, pues a él no le importa si
en la tele discuten sobre relatividad general, sobre política internacional,
sobre la guerra o la paz o sobre por qué se están acabando los laterales con
proyección en el futbol argentino y por qué Brasil, en cambio, tiene tantos. Raúl
solo quiere escuchar y ver un fondo ruidoso que hable implacable y continuo y
que como una música caótica tape las voces que en su mente resuenan, ellas si,
justificadas, claras, precisas, enfáticas, declamatorias, inculpatorias,
sentenciosas y humillantes.
Si retrocediéramos unos 34 años,
nos encontraríamos con un Raúl de 6 años, un niño de estatura pequeña,
cachetón, con el pelo desordenado, tímido, asustadizo. El guardapolvo súper
blanco, súper planchado y súper nuevito le queda un poco grande, la mochila de
Mickey, pesada para él, está llena de los útiles nuevos, que papá y mamá con
mucho esfuerzo le compraron. Llegan a la escuela 10 minutos antes del timbre,
Raúl todavía no entiende el porqué de un timbre en una escuela, de hecho,
tampoco entiende cómo funciona una escuela. Tiene en su cabeza una idea vaga,
pues mamá le explicó que a ese lugar se iba a estudiar, a aprender muchas cosas
del mundo, que después servían para cuando se era grande.
Aferrado a la mano de su mamá,
con un apretón firme que le da confianza y seguridad, va Raulito asustado pero
curioso, observa todo como descubriendo un mundo nuevo, de hecho, está
descubriendo un mundo nuevo. Niños corriendo, jugando a la mancha, gritando y
riendo a carcajadas. Los hay de todas las edades, niños de 6 como él, los más
alborotados, niños de 7 y de 8, ya un poco más ordenados, pero igual de gritones,
niños de 9 y 10, los más grandes del turno tarde, que se creen los reyes de la
escuela, que te pasan por al ladito y te dan un pechón, te empujan y se hacen
los machos, incluso las niñas, a veces más creídas que los niños. Los grados
del turno tarde son siete: 1º A y B, 2º A y B, 3º A y B y 4º B. Por alguna
razón mandaron al 4º A a la mañana junto con los chicos más grandes de la
escuela, junto a los respectivos 5º, 6º y 7º.
Entonces tenemos ésta historia,
la historia del Raúl de los seis años, la historia de Raulito. Pero hay otras
dos historias también que me gustaría contarles, una es la historia del Raúl
adolescente y la otra la del Raúl adulto. La del Raúl adulto comencé
contándoselas y derivé por dispersión y acto inconsciente a la historia del Raulito
de seis años. De la que si aún no mencioné nada es de la historia del Raúl
adolescente. Y ya que estamos vamos a contar esa: la historia del Raúl
adolescente.
Es casi una regla universal, un
códice o norma no escrito pero regido por la vida misma: cuando uno ingresa a
la secundaria, a los 13 años la mayoría, ingresa también al mundo del tabaco y
al mundo del disfrutar que te vean fumando tabaco, o sea, la mayoría comienza a
fumar cigarrillos justamente a esa edad. Por supuesto la necesidad de pertenencia
a un grupo, la de parecer más grande, la de romper reglas y tener la sensación
de que vos movés el mundo, ayudan bastante. La adolescencia, como ya sabemos,
es una etapa ilusa, boluda pero necesaria. La cuestión es que Raúl fumó su
primer cigarrillo junto a Martin, tincho para todos.
Más adelante sería algún porrito
junto al mismo tincho, luego, un par de años luego, cocaína y hasta poxirran en
una bolsa. Pero esta no es la historia de los consumos problemáticos de Raúl.
Es la historia de cómo un hombre accede al mal. Y el mal no son las drogas.
Cuando el Raúl de 13 años
regresaba a casa luego de la jornada escolar y después de varias giras con
tincho, encontraba a su papá viendo tele y a su mamá llorando en la habitación.
No digo que esa fuera una escena diaria, pero sucedía con regularidad: su papa
viendo tele y su mama llorando en la habitación con la puerta entreabierta.
Raúl no preguntaba qué pasaba, tampoco quería saber, manoteaba una rebanada de
pan casero, le ponía manteca, dulce o lo que hubiera en la heladera, se servía
un vaso de chocolatada y se sumergía en su pieza.
Hasta acá todo muy película
norteamericana de televisión por cable y llena de clichés, con el protagonista
adolescente que hace cosas de adolescente, las cosas que se espera que haga un
adolescente: fumar, drogarse, tener padres que se pelean y cosas de las que no
se hablan.
La cuestión estaba en lo que Raúl
hacía cuando entraba a su pieza y se encerraba en ella.
Literalmente se ausentaba.
Primero se sentada al borde de su cama de una plaza, acercaba una mesita, ponía
el vaso de chocolatada encima y le daba mordiscos grandes al pan, tragaba
rápido y hambriento, luego se tomaba la chocolatada casi de un sorbo, luego
respiraba hondo, soltaba el aire de un soplido y se iba. Pero no se iba de
irse, o sea, de pararse de la cama, abrir la puerta e irse. Él se iba del
mundo. Se ausentaba de la realidad. Desaparecía de esta dimensión. Los ojos se
le ponían fijos, como mirando a la puerta, pero era mirando a la nada en
realidad. Cada tanto movía la cabeza a un lado, luego hacia el otro lado, luego
la volvía a dejar quieta. Y estoy hablando de horas. Desde las 18:30 de la
tarde, cuando llegaba, hasta las 00:30.
Por supuesto nadie notaba esa
actitud nunca, la mamá entraba a su cuarto como a las 2 de la mañana para
corroborar que su hijo dormía, retirar el vaso y los restos de pan y luego lo
despertaba a la mañana para desayunar como a las 9:30 o 10. Al papá
directamente no lo veía más que cuando volvía de la escuela. El padre era
guardia de seguridad en un supermercado, se levantaba antes que Raúl, como a
las 6 de la mañana para entrar a las 7 y regresaba luego de diez horas de
trabajo continuo.
Las ausencias de Raúl, llamémosla
así de ahora en más, pronto dejarían ya de ser un secreto de habitación para
pasar al ámbito público y social. Un día en la escuela, durante una clase de
geografía, Raúl pidió permiso para ir al baño y tardó más de lo habitual. La
clase siguió sin él hasta terminar, por supuesto el profesor notó la ausencia
del alumno y al terminar quiso buscarlo, dio un par de vueltas por la extensa
galería, llego hasta el baño de hombres, ingreso y dijo su nombre en voz alta,
pero nadie contestó. Le comunicó al preceptor lo sucedido y se retiró molesto.
El preceptor inicio su propia búsqueda, ingresó nuevamente al baño, grito su
nombre también, pero nada. Preguntó en el aula a sus compañeros, pero nadie lo
había visto, buscó en la cocina, nada. En el patio, en el gimnasio y finalmente
en la biblioteca. Y ahí estaba. La bibliotecaria dijo que Raúl le pidió un
libro para terminar un trabajo de literatura, que se lo busco específicamente,
Cuentos fantásticos de Franz Kafka, que se lo dio y registro en la base de
datos junto a los otros que sacaba semanalmente, que se sentó en una de las mesas
desocupadas, en ese momento todas estaban desocupadas, cuestión que enfatizaba
mucho más la extraña situación. Y es que Raúl estaba sentado bien recto, la
columna derechita, las piernas bien juntitas una al lado de otra, el libro
abierto por la mitad y él, Raúl, con la mirada fija, perdida en la pared blanca
que daba frente a él.
La primera charla con el primer
psicólogo que lo trató fue más a menos esta:
—Contame lo que te pasa Raúl,
como vos puedas, como vos quieras, pero contame algo de vos y de lo que te
pasa, ¿qué sentís? —
—Lo que siento es el
aburrimiento…y el aburrimiento genera huecos cada vez más huecos, los huecos
son grises al principio, pero se van tornando negros luego, al final del día
son pequeños abismos y yo me arrojo a todos ellos, en caída libre en todos y en
cada uno de ellos. Así que la imagen es esa: muchos yo multiplicados cayendo en
múltiples abismos negros.
También me sucede la mente…y la
mente es un depósito de ruido y pensamientos desordenados. Una idea engendra un
planeta desierto, ese planeta es árido, amarillento, seco, ventoso, estéril.
Pero la idea se va poblando y el planeta cobra vida. De pronto hay una
cordillera forrada de muchos verdes y algo de blanco en las cumbres, el planeta
estalla en colores y diversidad de vida. Pero la mente, además de creadora, es
también violenta y destructiva y todo lo que crea lo quiere violentar y romper.
Y así como aparece un mundo de la nada así de la nada también desaparece y el
pasado, el presente y el futuro de ese mundo dura lo que un reloj no puede
medir.
Pero tengo un reloj extraño que
mide otro tiempo, un reloj que no cuenta segundos, minutos y horas, es un
aparato que trata de medir las eternidades. Puntos de luz y recuerdos que se
escapan, se esconden, que transitan entre la nada y el algo. —
Y en otra sesión con el mismo
terapeuta Raúl comunicó lo siguiente:
En mi profundidad hay demasiado
caos, pero en la superficie hay un orden rudimentario, sin criterio. Si voy
hacia atrás todo es lamento, queja y autocritica. Si voy hacia delante y paso
por encima de mi presente, hay una pared que impide viajar a cualquier futuro.
Soy un ayer que no se puede pisar y un hoy decadente.
—¿Podrías contarme quién sos?
Las sombras todo lo cubren, la
luz nunca estuvo interesada en mí. Duermo sobre tu cuerpo, provocando dolor y
mal dormir, te beso la frente y los cachetes de la cara, soy un insomnio
singular, uno solo para vos que hace muy bien su trabajo, que te estresa la
mente y te pincha el alma. Soy una oscuridad chillona, que se ríe a gritos y
zumba, no dejo de zumbar.
Soy un fantasma que está en el
detalle, un demonio riguroso, el más sutil de los males que tu cuerpo habitará.
Te haré doler el cuello, la cintura, las rodillas y los tobillos. Despertaras y
te sentirás atropellado, contracturado y fracturado. Recordaras fragmentos de
una pesadilla interminable, porque la pesadilla es infinita pero la manera de
seguirte doliendo, es decir, de acceder a ella, es limitada y fragmentada.
Y finalmente, en una última
sesión con el mismo terapeuta y antes de ser tratado por otros especialistas,
Raúl dijo:
Encontrar la hermosa profundidad
de alguien lleva mucho tiempo. Y como casi todos vamos por la vida a 180
kilómetros por hora no estamos dispuestos a esa trabajosa lentitud. El ser humano
es un abismo oscuro y la vida en sociedad, las necesarias relaciones sociales,
el trabajo y toda la teatralidad que implica estar en el mundo nos ilumina con
una falsa luz. Enceguecidos, nos perdemos en esa luz y sorteamos la negrura.
Pero hay maneras de acceder al abismo, al mío y al de otra gente, y a eso me
dedico cuando me ausento, a visitar abismos.
Ayer estuve adentro de una mujer,
accedí a su abismo por la tarde, me senté en mi cama luego de la escuela y
simplemente dejé de pensar. Anulado el pensamiento, vino la quietud y la nada,
un segundo más tarde escuché el zumbido, el llamado, me bastó inclinar la
cabeza un poco para definitivamente meterme dentro. Y qué maravilla, siempre se
siente igual, es una paz incomunicable. Luego viene lo mejor, la oscuridad
propiamente dicha. Es dulce, adictiva y siempre queres más.
Acto continuo viene lo que yo
llamaría EL SENTIMIENTO, por no poder llamarlo de otra manera lo he denominado
así, una manera tonta pero accesible de expresar lo inexpresable.
Sentimiento de encontrar el
absoluto, pero de no poder nombrarlo porque es incomunicable, porque no puede
ser abarcado por el lenguaje. El lenguaje, ese instrumento vulgar y decadente
que nos hace humanos.
Sentimiento de pequeñez, de
insignificancia ante tan tamaña grandeza.
El absoluto atraviesa tus venas,
tus arterias, te llega al corazón y al cerebro y una intensidad bloqueadora se
apodera de tu cuerpo. Inmóvil ante el misterio revelado, esa es tu reacción.
Y es que tus ojos ya lo vieron
todo, tus oídos todo lo oyeron, la lengua, la boca y las cuerdas vocales se
anulan porque nada puede salir de allí luego de habitar un infinito, luego de
habitar una vida, porque una vida es eso, un infinito, un absoluto.
Una vez dentro de una persona,
pongamos por caso esta mujer, una vez dentro de su abismo y de su correspondiente
absoluto, las cosas ya no pueden explicarse más.
Palabras más palabras menos, esto
mismo que se transcribió arriba me lo contó a mí la primera vez que lo visité
en el psiquiátrico, pero a la siguiente entrevista y ante mi pregunta de por
qué se ausentaba de esa manera y si lo hacía como algo voluntario o si le
sucedía sin poder controlarlo, me dijo:
Digámoslo así, simplemente me
acostumbré. Hartado del espectáculo de mí mismo, he decidido sentarme a ver el
espectáculo del otro. A veces se trata de una comedia, casi siempre es un
drama, pero cada tanto viene una de terror. Es ahí donde me gusta meterme.
Psicópatas, asesinos sin motivo, autodestructivos sin razón, seres hermosos e
indiferentes a cualquier sentimiento humano. El animal salvaje y lleno de
instinto que nunca debimos dejar de ser. Es decir, funcionar a base de
violencia, sexo y hambre.
Una vez logré acceder al abismo
de un asesino serial de niños. Literalmente no había nada en ese hombre, nada
al menos reconocible como lo que llamamos bondad, amor, sensibilidad, empatía o
cualquier otro rasgo que nos separa, supuestamente, de las bestias. Había
matado, y aquí el verbo matar es un reduccionismo, a 2585 niños. Pero como
digo, decir que los había matado es quedarse corto, pues los había degollado,
destripado, cortado en partes, coleccionado sus cabezas, arrancado los ojos y
enterrado sus cuerpos alrededor de su casa, formando con sus tumbas extraños
círculos alrededor. Y a pesar de su prolífica obra que nunca se había detenido,
porque continuaba en acción, nadie se había percatado de su abismo.
Increíblemente para todo el mundo que lo conocía, él era una persona “normal”,
solo yo conocía su secreto, solo yo conocía su abismo.
Como pueden observar, Raúl a
veces era muy lúcido y explicativo (retorico, literario diría yo) con respecto
a sus experiencias, pero también sucedía que muchas de las descripciones de
esas experiencias se tornaban lúgubres, oscuras y ambiguas. A continuación,
reproduzco algo de lo que logró comunicarme, por decirlo de alguna manera, ayer
mismo durante su visita a la revisión física semanal. Siempre quiero estar
durante esas revisiones, para observar algo que me ayude a comprender, pero
están cada vez más estrictos, porque si bien Raúl nunca ejerció violencia
contra nadie del personal médico, de igual manera le temen. Es algo así como un
miedo a sus palabras, a lo que describe y a la manera en que lo hace:
La luz accede a lugares oscuros
solo si hay intenciones de luz. Y aquellos abismos me llaman todo el tiempo, se
los juro, puedo escuchar el llamado de su claridad, y es que la luz suena, sus
ondas se propagan, hacen un ruidito y llegan hasta mí. De esa manera descubrí
que el mal es de naturaleza humana, que el mal es también una música, aunque
distinta, una música que anhela la luz, que envidia la luz, que siente
impotencia de luz y que llora por esa luz.
Hace una semana digamos, para
ponerle un tiempo humano al tiempo oscuro, me concentré en una luz débil, que
sin embargo me llamaba con fuerza. Era un brillo distinto a los que siempre
había experimentado. Cuando quise acercarme la débil luz me quemó. Sentí un
ardor picante, punzante y enceguecedor, como si alguien te acercara el sol a la
cara para que lo vieras directamente y al mismo tiempo te pincharan con agujas
los ojos y te destruyeran las pupilas. Fue todo en el mismo acto, quedé ciego y
accedí a la luz. La luz ahora no era débil, era, por el contrario, un absoluto
y hermoso brillo. Y entonces simplemente lo vi todo. Absolutamente todo.
El cuerpo de un bebé carcomido,
putrefacto, siendo devorado por moscas que se alimentaban y defecaban sobre él
al mismo tiempo. El corazón de una mujer latiendo mientras flotaba en un rio de
orina caustica. Dos ancianos tomados de la mano mientras saltaban a un foso
lleno de espinosas rosas secas, para después ser sepultados con excremento caliente,
fresco, recién depuesto. Las lágrimas de la madre del bebé putrefacto
constituían la lluvia de este cielo, caían sobre mi cuerpo y sobre mi cara y su
dolor y su angustia me deshacían la ropa.
Y yo estoy ahí, soy el centro
asimilador de ese infinito infernal, infinito porque su maldad es ilimitada,
infernal porque los horrores que contiene son los del infierno que alguna vez
fue aludido, torpemente, por algunas escrituras aparentemente sagradas. Estoy
ahí, con mi cuerpo aéreo y volátil, viendo con mi ceguera iluminadora, lo que
ningún vidente humano vio jamás. Me siento un privilegiado y un desafortunado a
la vez, porque yo no quería vislumbrar este infierno y dar testimonio de sus
crueldades y horrores. Cada palabra que digo me daña, cada palabra que digo se
queda corta, todas las palabras son inútiles, no sirven para describir lo
indescriptible, no sirven para narrar lo inenarrable, todo esto es un relato
balbuceante. Por todo eso prefiero el silencio, por todo eso son las ausencias.
Ya no hay nada que explicar.
Recuerdo esto y me da un no sé
qué, un temblorcito que me recoge turbiamente la espalda, luego se me viene a
la cabeza el breve texto introductorio de un psicólogo muy particular de
aquellos que conformaban el equipo que analizaba el caso de Raul, es más,
conservo aun una copia del mismo que en realidad es una foto tomada a su
cuaderno de apuntes y dice así:
«¿Cómo comunicar lo incomunicable, lo que está en un más allá del
lenguaje, en un más allá del todo, en un más allá de la nada? ¿cómo hacer para
perforar con el lenguaje el lugar del no lenguaje? Y es que cuando las palabras
son inservibles, las acciones lo son todo. Y la acción más acertada en este
caso fue la ausencia. Un irse súbitamente del mundo. Desaparecer, abandonar el
sujeto, abandonar a dios, abandonar cualquier ética del bien y del mal y
simplemente observar y hacer silencio, quedarse a vivir en el silencio.
Nuestra terapia habitual, en este caso y en todos los casos, es
derrumbar esa fortaleza de silencio y construir en su lugar un rancho
mugriento, para después inventar un sujeto harapiento, hecho de ficciones
tontas y creencias ridículas y ponerlo a vivir ahí, para salvarlo de no sé qué.
En otras palabras, se trata de obsequiarle al individuo unas cuantas palabras,
hacer que esas palabras se junten y charlen entre ellas, darle herramientas
para construir un mundo que lo saque del no mundo. De los abismos de Raúl nada
podemos decir, salvo escuchar sus palabras y el mundo que con ellas ha
inventado.»
Lo último que Raúl nos relató,
porque en realidad para nosotros y los especialistas eran definitivamente eso,
relatos, fue lo siguiente:
Un choque de fuerzas con igualdad de energías, el mal empujando para un
lado, el bien empujando para el otro, por alguna razón misteriosa el equilibrio
se mantiene por un tiempo, pero cada tanto el mal empuja más fuerte y el mundo
tiende a lo oscuro, a la noche profunda, a lo maligno sin razón y un abismo se
abre. Nace entonces una persona que parece un ser vivo más, pero que pronto se
manifestará como lo que es: una entidad oscura, llena de energías sombrías, un
alma helada incapaz de sentir calor, que se oculta en el cuerpo de un ser en
apariencia normal y corriente. Las consecuencias son las de siempre: niños
muertos, gente inocente masacrada, abusos aberrantes y dolor indescriptible.
El viernes 13 de febrero de 2026,
la policía de investigaciones encontró en el sótano del hospital psiquiátrico,
donde permanecía internado Raúl, 66 cuerpos en total, 33 mujeres y 33 varones,
todos ellos relativamente jóvenes de entre 13 y 30 años.
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